Oyó unos pasos a su espalda y se volvió. Era Arturo, su fiel capitán. Se acercó para darle la mano pero en ese momento, con un rápido movimiento, el soldado desenvainó su daga e hirió profundamente en el brazo al emperador. Sólo un movimiento reflejo, fruto de muchos años de entrenamiento, había evitado que el arma penetrase en su pecho.
Aturdido, dio unos pasos hacia atrás, trastabilló y cayó al suelo. Su capitán, lejos de detenerse, aprovechó su superioridad para intentar asestar un nuevo golpe.
- A mí la guardia – gritó el emperador con las fuerzas que le quedaban. Pero en su interior sabía que nadie acudiría.

Sus nobles habrían estado pactando a sus espaldas algún tipo de acuerdo para salvar sus fortunas y permitir que los ogros dominasen el país con el menor número de pérdidas para ambos. Claro, ellos no sufrirían la opresión de esos horribles monstruos. Ellos aprenderían a vivir con esa indeseable presencia, pero manteniendo su oro a buen recaudo.
- ¿Por qué lo haces, Arturo? – se dirigió a su antaño fiel soldado. - ¿Qué te han prometido a cambio? ¿Acaso permitirás que nuestras mujeres y nuestros niños vivan esclavizados por los ogros? ¿Qué fue de tu valor de juventud?